Comentario
En 1979 la artista americana Martha Rosler publicaba su artículo "Lookers, Buyers, Dealers, and Mahers: Thoughts on Audience" (Mirones compradores, vendedores y realizadores: ideas sobre el público) en el cual se enfrentaba con dos problemas básicos para los 80, y se diría casi para la modernidad: el concepto de público y los museos. Relacionado con el primero Lucy Lippard había dicho por esos mismos años: "El arte contemporáneo en la civilización occidental ha sido esencialmente un arte privado y no público, un arte para vender, un arte íntimo de pintura y objetos para ser poseídos". Lippard se refería a la alienación gradual de las vanguardias del público, asunto que de un modo u otro también trataba Rosler al establecer una diferenciación básica entre aquellos que pueden poseer los artefactos culturales y aquellos que se limitan a visitarlos. Al final, como comentaba Hans Haacke (1936), conocido por sus remakes crítico/publicitarios muy a la moda en los cuales se apropiaba de imágenes de los medios, la vanguardia parece estar concebida para las personas "dentro del grupo", para los iniciados (profesionales de museos y galerías, artistas, historiadores del arte, críticos, estudiantes y profesores de artes plásticas, etc...).En los 80 se abría así un curioso debate, coincidiendo con el de la posmodernidad, que revisaba el papel tradicional de los museos y las estrategias expositivas de los artefactos culturales, asunto reiterado a la hora de discutir la producción de significados que la obra artística conlleva y los cambios que el modo de presentarla generan tanto en la obra como en el espectador. Pero lo peculiar del debate era la manera en que traspasaba el territorio de la crítica y llegaba a los artistas, en ese momento muy polucionados por la teoría. Si la primera trataba de redefinir sus funciones, los segundos tomaban dos posiciones bien diferentes: en algunos casos ideaban estrategias para minar los museos y al arte que representaban -atacando la originalidad, la creatividad, la unicidad...-, y en otros parecían adaptarse a los nuevos tiempos haciendo obras para museos. Cuando se repasa una buena parte de la producción de los 80 -enormes cuadros pensados para lofts neoyorquinos y, sobre todo, para espacios públicos- se observa una transformación semejante a la del último tercio del XIX: en la decimonovena centuria la pintura de historia era sustituida por los bodegones y el género, pues los gustos de una nueva clase así lo exigían y en los 80, como era el dinero público el que compraba arte mayoritariamente, ciertos artistas decidían complacerle.Los museos de arte contemporáneo -moderno- se habían convertido en los 80 en lugares inexcusables del poder, aquéllos que, contra el pronóstico de Stein, rubricaban las modas y construían la mirada a través no sólo de una historia manipulada y eficaz -el modo en que la historia es representada más que presentada-, sino dando beneplácitos o excluyendo a artistas según los gustos y los caprichos de cada momento. En este punto se pone de manifiesto la objeción de Stein: se sabe que Picasso debe estar en un museo pero ¿qué hacer con la producción reciente, y hasta recientísima, por qué este artista y no aquél?Y los artistas, se diría que casi por primera vez de forma sistemática, planteaban qué pasaría si el museo no fuera el lugar que produce el cambio de significados, sino el lugar donde el cambio se produce. De este modo, van apareciendo algunas propuestas artísticas que subrayan algo que se venía detectando con anterioridad: la ambivalencia entre papeles antes bien definidos como los del artista y el espectador y el de artista y la obra de arte. El resquebrajamiento del primer binomio -artista/espectador- parece claro sólo con repasar algunas formas de arte que van apareciendo desde los 50. La tradicional subjetividad del artista había abdicado en favor de la del espectador -como anticipara Duchamp y como es obvio en los happenings- y el artista y el espectador habían pasado a formar un territorio de posiciones intercambiables después de la aparición del artista como actor. El tambaleamiento del segundo binomio -artista/obra de arte- se podría explicar a partir de la producción de un fotógrafo notorio en la década de los 80, Robert Mapplethorpe (1946-89), cuyas obras fueron en más de una ocasión censuradas por su contenido homoerótico. Sin embargo, no todas las obras del americano tienen ese tipo de implicaciones y sirvan de ejemplo sus numerosísimos bodegones. Pese a este hecho claro y constatable ante la obra de Mapplethorpe, el espectador, influido por el discurso que le rodea, se siente obligado a convertirse en sujeto/artista en el mismo acto de constituirse como mirada. Tal vez, debido a la muerte del artista a causa del SIDA cada una de sus imágenes, incluidos los bodegones, se ha resignificado y es ahora no el objeto ejecutado sino el sujeto ejecutante. Cada obra de Mapplethorpe es, para cierto tipo de espectador, el artista y, por tanto, la epidemia. Este tipo de asociaciones tan automáticas como indebidas, este tipo de intercambio entre objeto y sujeto, artista y espectador, artista y obra de arte estaría hablando de una filtración de territorios antes improbable: el objeto del conocimiento acaba por estar trágicamente unido al sujeto del conocimiento.Contra estas poluciones en el discurso, contra este intercambio de papeles que se produce en el museo, reaccionan algunos artistas de los 80 poniendo de manifiesto las contradicciones del discurso mismo, desenmascarando los mecanismos que conforman la producción de significados.En este sentido la obra de Cindy Sherman (1954), seguramente una de las artistas de más éxito en los 80, es epitómica. Sherman plantea, en primer lugar, una propuesta cercana a eso que hemos llamado arte feminista, pues en su obra se pone de manifiesto el punto tangencial entre la mujer como objeto y como sujeto, una de las más reiteradas polémicas en la creación artística de las mujeres. La artista fragmenta las imágenes utilizando un lenguaje muy cercano a los medios -con sus engaños y sus trucos-, aunque partiendo de una imagen mediática acaba por denunciar a los medios tácitamente como el falso espejo que promociona identificaciones alienantes. Su descubrimiento de la pornografía, base de los primeros trabajos de mujeres artificiales, se da en el estudio de un pintor neoyorquino, David Salle (1952), con quien se encuentra en los últimos 70. Autoobjetualizada, Sherman se viste de guapa, de fea, de hombre, de muerta... y consigue ser a un tiempo el objeto de sus propios oscuros deseos y el sujeto que los goza y los padece. Se hace autorretratos y con frecuencia es ella quien dispara la cámara. Sin embargo, la artista se queja a menudo de cómo esa estrategia representacional da lugar a muchos malentendidos, pues el público compra las fotos convencido de comprar, incluso más que habitualmente, a la artista junto con la obra -otra vez lo indefinido entre obra y artista-.Las fotos de Sherman representan, además, otro cambio esencial en los 80, ese deslizamiento hacia un arte que manteniendo las propuestas de los 70 de arte no vendible -performances, happenings, etc..- las convierte en productos de mercado. De hecho, ella es, sobre todo, una performer que utiliza la fotografía a partir de unos esquemas muy conceptuales: lo importante no es el acto de hacer la foto sino el acto en sí mismo, la intencionalidad implícita. El medio sólo sirve para preservar el acto. Pero se trata en este caso de un producto final que no sólo se enmarca y se expone, sino que se numera, al tratarse de fotos, y se vende. ¿Hasta qué punto se ha mantenido el espíritu de un arte subversivo, político, si acaba por ser objeto que permanece y al cual se pone un precio de partida? Al tratar de encontrar y desenmascarar las contradicciones del discurso al uso en la Historia del arte, los artistas de los 80 se dan seguramente de bruces con sus propias contradicciones, con sus propias imposibilidades.